Jueves, 02 de Mayo 2024

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Saquen papel y lápiz, hay examen

Por: Augusto Chacón

Saquen papel y lápiz, hay examen

Saquen papel y lápiz, hay examen

Hijita, dice la madre al oír que la puerta de la casa se abre, ¿cómo te fue en el examen de movilidad sobre transporte público? Saqué 8.1, mamá. Qué bueno, dice la señora, y en su fuero interno se congratula: qué bueno, porque si no, el pulpo camionero perdería la beca. Ves, dice a su satisfecha hija, estudiar siempre da buenos frutos. La verdad es que, responde la muy viva y honesta heredera, ya sabía lo que me iban a preguntar, y no saqué diez -sigue con el argot de su juventud refundada- porque me hubiera visto muy placa.

¿Para qué evaluar? En la educación, en los años sesenta y setenta, los exámenes se hacían para que los profesores supieran dos cosas: que habíamos puesto atención y/o que nos habíamos preparado para la prueba; es decir, querían saber si habían enseñado bien (perdón, señoras y señores especialistas por el reduccionismo) o cuando menos que el grupo daba muestras de que su autoridad era tomada en cuenta. ¿Había aprendizaje? Sepa, como solía exclamarse, con candor y contundencia; eso que lo evaluara cada cual, era parte del filtro que la sociedad tenía para mantener rozagante la desigualdad, o dicho en breve: quien aprendió, aprendió, quien no, ni modo. Lo más avanzado que en aquellos tiempos se decía, al menos como leyenda entre los estudiantes, era que, si reprobaba quince por ciento o más, la culpa era de los maestros. En la secundaria imaginábamos que si tal porcentaje se daba (el salón estaba en condiciones de llegar sin dificultad al doble) entraría la directora y de manera fulminante despediría al causante de tal estropicio académico. Nunca sucedió, pero la imaginación sirve también como remanso para la posibilidad de la venganza. Sin pulpo camionero de por medio, la escena sería de este modo: cómo te fue, hijito, ¿estuvo difícil la prueba? Mucho, pero no reprobé. Qué bueno, te felicito, dice la práctica madre, y piensa: ya no tendré que comprar los libros de segundo otra vez, los de éste pasarán a su hermana, si es que ella no reprueba.

Pero, al cabo, a pesar del pesimismo que es el baremo más socorrido, algo se avanza, al menos en el discurso; hoy deben evaluarse los aprendizajes. Ni más ni menos: dar cuenta de que las alumnas, los alumnos, aprendieron, con lo que, de paso, se pone en vilo al sistema educativo entero, del, como se dice hoy, centro escolar, las y los docentes, con sus directivos, a la comunidad que incluye a la familia, como quiera que ésta esté constituida. No se trata de que en un examen los aprendientes solucionen un problema matemático mecánicamente, sino que den cuenta de que se valen del pensamiento matemático, casi independientemente de que el resultado sea correcto (dije casi); o que son capaces de leer un texto, y de entenderlo y explicarlo y ponerlo en un contexto, el suyo por lo pronto, y de escribir con sus propias palabras lo que les produjo la lectura; o sea que ya no es tan relevante que contesten en qué año se publicaron el Quijote y Pedro Páramo y quiénes son sus autores. Pero mientras, en lo profundo del bosque: hijito, cómo te fue en el examen de trasporte público; bien, mamá, saqué 8.1, nadie nunca, jamás, había logrado tal cosa, mis amigos me felicitaron mucho y me dijeron que siga como voy. ¿Hubo algún aprendizaje? ¿O el examen lo hizo el típico profesor barco que no quiere que reprueben sus alumnos porque quien queda mal es él?

Si hubo aprendizaje (está por verse), deben saber que con lo conseguido no son capaces, aún, de darle a la gente más tiempo, al acortar el que usan para sus traslados, tampoco pueden presumir que con su logro las y los usuarios hayan ganado en comodidad, seguridad y dignidad. Pero más que nada, a pesar del 8.1 (si lo damos por bueno) el aprendizaje obtenido debería llevarlos a entender que de bien poco sirve una calificación promedio, y que transportarse desde la periferia de la metrópoli es muy distinto a hacerlo desde la Guadalajara de siempre, y más: desde las periferias de las periferias, en El Salto, Tonalá, Zapopan, Tlajomulco, Juanacatlán o Ixtlahuacán de los Membrillos, que es parte de la zona metropolitana. ¿8.1 vale también para ellas, para ellos? La contestación depende de para qué evaluaron. ¿Para medir lo que esperaban medir y para los resultados que deseaban? ¿O para medir la satisfacción que produce el transporte público según lo necesitan los habitantes de la Perla de Occidente?

El mecanismo de esta evaluación es similar al que usa el presidente de la República: a pesar de los muchos pesares, los mexicanos están felices y la economía va muy bien, ahí están las pruebas para quien desee consultarlas (con todo y que los sonidos de fondo sean balazos, gritos de dolor, exclamaciones de miedo y devastación ambiental). Con todo y el hacinamiento en las unidades, el calor que se padece en ellas, lo impredecible de sus frecuencias, el tiempo que se consume al esperarlas y en sus recorridos, las y los tapatíos están 8.1 satisfechos. El sistema es similar al de las aulas: los que gobiernan (los profesores) buscan que los anhelos de sus gobernados (los estudiantes) se acomoden a sus limitaciones, las de los que gobiernan y las de quienes enseñan, que no quieren, no son capaces o no pueden acompasarse con las y los ciudadanos, y ni siquiera con la grandilocuencia de sus propios discursos: Jalisco con sus ciudades es grande, dicen, casi un país, pero su gente tiene que conformarse con lo que hay porque no hay más y desde esa fatalidad evaluar. Por cierto, así mismo hacen los partidos políticos, su valoración será el 2 de junio y buscan su 8.1, que denotará enseñanza, su propia satisfacción, no aprendizaje.

agustino20@gmail.com

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