Hace un año nos asombramos todos ante el surgimiento de una amenaza que se expandía en el mundo. La información daba cuenta cómo poco a poco se acercaba. Con el paso de los meses nos dimos cuenta cómo llegaba a nuestras tierras. Las autoridades en cada país hacían proyecciones tratando de evitar la alarma y el miedo; luego nos dimos cuenta del tamaño, la profundidad y duración del golpe inevitable. Pasamos del asombro al miedo y a enfrentarnos a las consecuencias de la reducción de la actividad económica. Comenzaba a gestarse la inconformidad ante las restricciones temporales impuestas por las autoridades. Pero la pandemia no ha hecho sino crecer y ahora, ante esa realidad abrumadora ya no estamos asombrados sino frustrados. Las medidas temporales se alargan y nos parecen insuficientes o inadecuadas. En algunos aún crece una ola oculta de ira que impulsa un deseo escondido de rebeldía mientras a otros agotados parecen resignarse. En realidad, este cansancio interminable que invade muchas partes del mundo occidental nos ha impuesto el desafío de enfrentarlo y explicarlo.Durante las primeras etapas de la pandemia, muchos se dieron cuenta del valor que tiene su familia y sus seres más queridos, mientras otros se conectaron con la espiritualidad o buscaron expresiones creativas. Fue como una primera llamada que trajo a la mente aquello por lo que a nuestro juicio vale la pena vivir. El miedo a perder a los nuestros hizo sonar las campanas hacia lo realmente importante. Pero al mismo tiempo se imponían restricciones y algunos consideraban insuperable el no poder ver a sus amigos o la prohibición para ir de fiesta, o la conciencia de ser privado de la libertad de salir y trasladarse en algunas partes del mundo.La pandemia nos acercó a los valores en los que creemos y al mismo tiempo fortaleció el aprecio por la libertad personal. Nos puso de manifiesto que queremos ser más solidarios, pero no estamos dispuestos a que se nos impongan restricciones a lo que consideramos nuestro derecho a la libertad. Han salido a relucir manifestaciones positivas de altruismo que nos acercan a los demás, crecido el espíritu solidario con quienes están en primera línea de batalla, como con los anuncios de todo va estar bien y la música en los balcones que aparecieron en Italia en la primavera. Y al mismo tiempo la rebeldía al control se incrementa. La muerte y la desolación hacen recapacitar, porque como sucede en las guerras, el horror propicia cambios profundos en la forma de vida cuando la paz regresa. El humanismo, el liberalismo y muchas otras corrientes de pensamiento son producto de revoluciones y crisis profundas. Es probable que los efectos de la pandemia conduzcan a cambios muy significativos en las acciones económicas, sociales y políticas debido a un mayor aprecio a los valores púbicos y una reducción del egoísmo individualista sustentado por el eficientismo que hemos vivido en los últimos tiempos.El hartazgo del encierro ha conducido a una mayor conciencia del valor de la libertad personal y la necesidad de la acción de las instituciones públicas. Crece la solidaridad comunitaria y al mismo tiempo se manifiesta una rebeldía ante el crecimiento de la intromisión de la autoridad y de las empresas que administran la información y el conocimiento. Pareciera que tenemos el presentimiento de un peligro que se cierne en nuestro futuro y, al mismo tiempo, nos esforzamos por ser optimistas y pensamos en volver a ver la luz después del invierno.El cansancio agotador de las restricciones que se mitiga ante la conmiseración ante el dolor de los demás está gestando una reconversión en lo que pensamos, creemos y hacemos. De la tensión entre la libertad individual y la solidaridad surgirán seguramente las soluciones que nos permitan explicar a los pequeños cómo superamos esta crisis global, combinando la solidaridad con rebeldía, y cómo pasamos del hartazgo a la esperanza.
