Martes, 16 de Abril 2024

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Auditoritis y alergia a las bibliotecas

Por: José M. Murià

Auditoritis y alergia a las bibliotecas

Auditoritis y alergia a las bibliotecas

Hay quienes aseguran que la fruición por construir auditorios es patológica entre los jaliscienses, al tiempo que muchos de nuestros paisanos más bien resultan alérgicos a las bibliotecas. 

¿Cuántos auditorios, incluso de exagerado tamaño, están regados por ahí, a veces en muy mal estado y utilizados nomás “cada venida de obispo” o, lo que es lo mismo, cada vez que se apersona en su población algún personaje de relieve. En cambio, la preocupación por tener bibliotecas idóneas es mínima o casi nula.

Pongo, por ejemplo, el recuerdo que tengo de cuando, en 1964, se inauguraron, en la glorieta de la Normal, las instalaciones de la Universidad de Guadalajara del llamado Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, donde se agruparon las facultades de Derecho, Comercio y Administración, Economía y Filosofía y Letras. Había un auditorio muy modesto y otros tres con todas las de la ley: el mayor de ellos, en verdad de grandes vuelos,   ostenta ahora el nombre de  “Salvador Allende”; uno de los otros dos, más pequeños, se llama “Silvano Barba González” y el otro padece el de “Carlos Ramírez Ladewig”, de infeliz memoria.

En cambio, para biblioteca no había originalmente ni un metro cuadrado previsto. En cada escuela hubo que improvisar para ello un espacio que en ningún caso fue adecuado.

Pasaron muchos años antes de que se erigiera en ese vecindario un edificio especial  para biblioteca.

Frente a dichas instalaciones se había construido anterioridad la nueva sede de la Escuela Normal de Jalisco. Todavía hoy, cerca de setenta años, el espacio para su biblioteca es realmente miserable, a pesar de sus mejoras, en tanto que su gigantesco auditorio se sigue utilizando “muy de vez en cuando”.

A finales de los años ochenta, siendo todavía presidente de El Colegio de Jalisco don Alfonso de Alba Martín, se le encomendó al hermano de éste, la adaptación del antiguo Patio de los Ángeles”, en Analco, para que sirviera de sede de la dicha institución que había andado de la ceca a la meca.

Poco después precisamente fui yo el encargado de sucederlo en la presidencia y, a resultas de mi comentario e que el edificio no era adecuado, el arquitecto de marras me exigió que le explicara por qué…

Aparte de que los cubículos para los investigadores eran incómodos y poco propicios para la concentración que requiere su labor, mas lo peor -le dije- eran la biblioteca y el auditorio.

-¿Que tienen?. Me dijo.

-Pues la biblioteca es minúscula e incómoda. Le recordé el comentario de Daniel Cosío Villegas que definía a instituciones como El Colegio de México, diciendo que debían “ser una biblioteca con una institución en su derredor” En efecto: la biblioteca de El Colmex resulta ser el meollo de la Institución. En el caso del nuestro, el presupuesto que ya se había hecho para arreglarla, resultaba  exorbitante.

-¿Y el auditorio? me dijo con sorna que revelaba el orgullo que sentía por él.

Le contesté con calma que tenía la sensación de qué antes de emprender la obra no se había tomado la molestia de visitar El Colmex, allá en la falda del cerro Ajusco, en el D.F. y había pensado más bien en una pueblerina casa de la cultura 

-¿A poco su auditorio es mayor? Me dijo, agregando enseguida con aire de satisfacción que el suyo cabían unas 250 personas… 

-No, le dije, El Colegio de México no tiene auditorio... Le basta con un salón de actos versátil para diversos tipos de actividades, en cambio la biblioteca…

No me dejó terminar ni me volvió a dirigir la palabra. Lo cierto es que las ulteriores explosiones del 22 de abril, además del enorme dolor que nos causaron, al menos permitieron que El Colegio abandonara el convento de Analco y pasara a Zapopan a una residencia zapopana con muchas posibilidades de arreglarse. 

Con esfuerzo logramos hacer una biblioteca adecuada para la importantísima colección de libros antiguos y modernos que logramos atraer de Estados Unidos que, dicho sea de paso, se convirtió en una de las repatriaciones culturales más importantes de la historia de México. Para “usos múltiples”, honrándola con el nombre de “Francisco Tenamaztle”, se adecuó la cochera de la casa, mejorada sensiblemente por mi sucesor, con una tarima y aire acondicionado. ¿Su capacidad? 99 personas. Para algún acto multitudinario como algunos que se han hecho, hay una parte en el jardín que se pinta sola…

¡Pero el virus de la auditoritis no tardó en llegar!

No importó que el crecimiento del acervo bibliográfico rebasara el espacio original. Se prefirió hacinarlos y dificultar el acceso a ellos y ya hay más de treinta mil que están almacenados sin haberse podido catalogar siquiera,  pero, eso sí,  se construyó un auditorio incomodísimo que muy de vez en cuando alberga alguna actividad que podría realizarse perfectamente en el “Tenamaztli”, en vez de habilitarse como una  parte tan necesaria  de la biblioteca, misma que ha dejado de recibir importantes aportaciones precisamente por su falta de espacio.

¡No importa! La institución goza ahora de dos auditorios. Uno de ellos en memoria del gran héroe cazcán y el otro, una especie de catacumba, bautizado con el nombre de quien no quisiera ni acordarme por haber sido una académica vividora y mediocre y persistente enemiga de El Colegio de Jalisco.

De nueva cuenta la auditoritis deja sentir sus nefastas consecuencias.

Por fortuna, cuando se construyó la nueva Biblioteca Pública del Estado, con sensatez, se le hizo para dar servicio a sus seis plantas de libros y documentos, un auditorio que no pasa de los 150 lugares, al cual  le pusieron el nombre de José Cornejo Franco, éste sí de sobra merecido. 

Por fortuna, también, el nuevo presidente de El Colegio se la rifa para mejorar su repositorio de libros, pero no creo que se atreva a transformar el auditorio inútil en beneficio de la biblioteca, que a estas horas podría haber sido una de las mejores.

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