Miércoles, 24 de Abril 2024

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A medio camino

Por: Augusto Chacón

A medio camino

A medio camino

Lo importante no es competir sino ganar, podría ser la consigna para inscribir en el frontispicio de los partidos políticos. Claro, no todos tienen la posibilidad de ganar, lo saben los electores, lo saben los partidos, al menos no en los términos deportivos ahora en boga en las contiendas por el poder; no obstante, para ellos, los partidos y sus candidatos, el verbo ganar tiene distintas connotaciones: gana cualquiera de ellos que tiene registro pues así acceden a los fondos que del erario le están destinados; gana el que sin capacidad para alzarse con una curul de mayoría, una presidencia municipal o gubernatura, algo obtiene: sea regiduría, representar en cualquier Congreso a un porcentaje de electores que no votaron por sus candidatos, mantenerse asidos al subsidio o alzarse al rango de interlocutores de quienes toman las decisiones trascendentes para la sociedad. El juego electoral es una rueda de la fortuna, unos se suben a las góndolas que llevan a la parte alta para dominar el paisaje, luego les siguen otros, pero los más ocupan las que por más que gire la rueda no pasan del nivel de la caseta en la que venden los boletos para subirse. 

Caricaturizar de este modo uno de los momentos graves de la democracia no es nuevo, es el sarcasmo al que convocan, para no llorar, lo bajo del nivel de las propuestas, y de los candidatos, que manan de las campañas. Y con todo y que la aparición de las y los ciudadanos en las urnas insinúa cierto grado de civismo, de compromiso político, la mayoría no supera la desconfianza respecto a que su gesto cívico en verdad sirva de algo más que dar pretexto para que la clase política siga en lo suyo, que es nada más lo suyo, y luego, con el dedo entintado, cada quien de vuelta a la incertidumbre económica, a padecer la inseguridad, los malos servicios públicos y a convivir con la sensación corrosiva de que se presta, cada tres años (menos, si a alguien se le ocurre hacer una “consulta”) para validar un estado de cosas pervertido.

Pero las secuelas son más, y más nocivas, que las expuestas en las generalizaciones previas. Para montarse adecuadamente en la búsqueda de votos es necesario prometer en función de lo que en el momento esté maltrecho: algunos asuntos públicos o el prestigio de quien ocupa el cargo que pretenden conquistar. Que no hay agua, a ofrecer la que se necesite, haya o no haya. Que el transporte público es malo y peligroso, faltaba más: con ellas y ellos será a domicilio, casi gratuito. Que el sistema educativo no pasa de masificar deficiencias en matemáticas y en lectoescritura, a jurar que, si los eligen, la calidad educativa y la cobertura, de preprimaria a postgrado, serán envidiadas en el primer mundo. Que la inseguridad es intolerable, no se apuren: basta que me bendigan con su sufragio para que se extingan los criminales, los organizados, los que estén en vías de organizarse, y los corruptos.

Una vez entregadas las constancias de mayoría la realidad retoma el control de las cosas y lo ofrendado deja de ser el culmen radiante que, como estrella de Belén nimba candidatos, candidatas, y lamparea mexicanos inocentes. Gracias a una transustanciación portentosa, las promesas que entronizan políticos retornan filosas a reclamar su pago, se instalan en la conciencia de las y los gobernantes en forma de culpa. De este modo el juego electoral pierde encanto; su trivialización se torna en daños sociales específicos y mina la posibilidad de la gobernanza: una autoridad que por delante de su responsabilidad pone la culpa que cree arrastrar (algunas sí son de culpar, pero eso hay que dirimirlo en otra conversación) no desea exponerse ante quienes le reclamarán la liviandad con la que juzgó y sentenció personas y circunstancias. De lo que se sigue su empeño, a veces el único notable en su administración, para exculparse, justificarse, echar un velo por sobre la realidad y a dieta de discursos tratar, irrisoriamente, de imponer otra, la suya.

Podemos concluir que quienes gobiernan (que cada quien ponga el nombre que le venga en gana, de cualquiera de los Poderes o de alguno de las tres órdenes de gobierno) dejan de concebirse a sí mismos como propiciadores de la justicia y el bienestar, como complemento alimenticio de las instituciones, para tornarse rapsodas, de los que pululaban en la Grecia clásica que hicieron de los versos de Homero una realidad alterna a la que esclavos, soldados, campesinos, oligarcas, mujeres y hombres, se evadían, flotando en la palabra hablada, de las miserias cotidianas o nomás de la vulgaridad de la rutina, pero sin asumir que la otra ya no existía. Los rapsodas que ahora gobiernan, impelidos por la culpa, tienen ningún mérito literario; es decir, son es escasos sus recursos de lenguajes e imaginación, y exhiben una apocada habilidad para narrar. La fuga que sus historias proponen, a pesar del video y el audio, no lleva a ningún lado o, cuando más, apunta a una versión mentirosa del sitio y las coyunturas que habitamos.

Nos hacemos cargo de que lo que ofrecen mientras estuvieron en campaña es bisutería, y lo sano sería que comenzaran sus gestiones, antes de que los aborde la culpa, digamos antes de los tres años de mandato, explicando objetivamente cómo estamos en todas las áreas; porque al cabo, merced a las transformaciones a las que impele ineluctablemente la realidad, terminan por sí ser culpables de aquello que no son sino continuidad y además de eso otro en lo que por su cuenta yerran, que suele no ser poco. Qué relación habrá entre la aceptación tácita de que no pueden resolver lo que prometieron, que lleva aparejado el acto reflejo de justificarse a toda costa, y lo relajados que lucen respecto a sus omisiones y fallas, intencionales o no, las que terminado su periodo serán germen de culpa para sus sucesores. Y así, acumulativamente.

agustino20@gmail.com

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